RELATOS CORTOS SOBRE HACKERS (3): EL DESPERTAR DEL CONSEJERO STEVENSON.

Jesús M. Márquez Rivera

(email: net_luthor arroba mail.com /
blog: La rebelión de los hackers)



William R. Stevenson.
Hacía más de 30 años que era consejero de Alphin Corp.
Todas las noches tenía insomnio. Los problemas de conciencia que le asaltaban desde hacía tiempo no le permitían quedarse dormido hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Y sólo con ayuda de pastillas. El resto del día estaba profundamente cansado. Lo que se le pedía que hiciera y aquellas cosas sobre las que tenía que mirar hacia otro lado y dar su visto bueno eran en muchas ocasiones verdaderas monstruosidades, como la venta de medicamentos en mal estado a países subdesarrollados, la propaganda masiva de medicinas en los medios de comunicación ocultando algunos efectos adversos muy dañinos, los talleres textiles en régimen de casi esclavitud en países del Tercer Mundo unidos al uso de mano de obra infantil, la financiación de guerrillas para obtener el coltán y otros minerales en África, el uso de aditivos alimentarios que aumentaban el riesgo de obesidad, de enfermedades neurológicas y de cáncer, la subida artificial del precio de fármacos y tratamientos complejos y un larguísimo etcétera. Algo se había roto en su interior. La delicada falla que recorría su mente se había fracturado.
La lectura de varios informes muy confidenciales lo había sumido en una profunda depresión. La posibilidad de que el anterior presidente y buen amigo suyo, John Claxton, hubiera sido asesinado por orden del actual presidente Sargos. Los planes de la Corporación para atacar los proyectos de inteligencia artificial de sus rivales con el fin de que su proyecto se hiciera con la mayoría del mercado y con el control de la población, alcanzando un papel hegemónico junto a dos o tres Corporaciones más en el mundo.
Desde hace seis años se sentía mal. Comenzó a atar cabos y llegó a estar completamente convencido de que el infarto del presidente Claxton se trataba en realidad de un asesinato.
Pero todo empeoró aquel día.
Stevenson salía de una reunión del Consejo de Alphin Corp en su sede central, con cuatro guardaespaldas. Un mendigo intentó acercarse a él. Fue inmediatamente inmovilizado por uno de sus escoltas, otro apuntó su arma al suelo pero en dirección a él, dispuesto a dispararle con su pistola automática si era necesario.
—¡William, William! No soy ningún criminal. Soy Micky Nelson. Fuimos juntos al colegio. ¿Te acuerdas? ¿Eres feliz? ¿Puedes ser feliz viviendo así?
Stevenson detuvo con una mano a los otros dos guardaespaldas que lo protegían con sus cuerpos mientras lo invitaban a dirigirse al coche blindado.
Los intentos del mendigo de acercarse fueron respondidos con una llave de artes marciales. Derribado en el suelo, fue inmovilizado sujetándole un brazo hacia atrás y con una rodilla sobre la espalda.
—Aquí corre peligro, señor —le dijo el jefe del grupo de seguridad—. Debería entrar en el coche. No sabemos si actúa sólo. Si es un señuelo.
El consejero se volvió y miró al mendigo. Los rasgos del hombre le eran vagamente familiares.
—Me lo habéis quitado todo. Mi casa, mi familia y mi salud. ¿Cómo me has podido hacer esto, Willie? Tus hipotecas, tus medicamentos, me lo habéis robado todo —insistía el hombre. Y volvió a repetir— ¿Cómo me has podido hacer esto, Willie? ¿Cómo? Maldito seas. Has destruído mi vida. Pelikan 371. Pelikan 371. Búscalo y verás.
De pronto, William R. Stevenson recordó. Habían pasado casi 50 años, pero las imágenes de Micky Nelson botando el balón en la cancha de baloncesto del colegio y sonriendo el día que ganaron la copa escolar fueron sorprendentemente claras.
Pero en lugar de acercarse para hablar con él, todos estos años habían endurecido su corazón. Había hecho un arte de mirar hacia otro lado evitándose problemas. Finalmente se dirigió al coche, que arrancó a gran velocidad una vez que el consejero estuvo seguro en su interior. El chófer y dos de los guardaespaldas se fueron con él. Los otros dos se quedaron para identificar al agresor. Pero no tenía documentación y no dejaba de repetir lo mismo como si estuviera loco. Llamaron a la policía y se lo entregaron. Ellos volvieron al edificio para informar al Director de Seguridad y realizar un informe del incidente.
La policía lo identificó como Michael T. Nelson, de 71 años. Perdió su trabajo en una fábrica química de Alphin Corp. Al parecer por alguna grave reacción alérgica a sustancias químicas. Él llevó a juicio a la Corporación, que naturalmente retrasó todo lo posible la sentencia con mil argucias legales. Nelson afirmaba que la alergia se la había producido un componente químico de la fábrica. Pero no encontró a ningún especialista que quisiera defender sus análisis de sangre y cabello ante el Tribunal. Los abogados de la multinacional eran muy buenos y, sin el menor escrúpulo, usaron todas las armas legales para relativizar sus pruebas y hacerles perder fuerza en un mar de estudios y estadísticas. En los años transcurridos se arruinó, perdió su casa y su esposa falleció esperando la vista del proceso. Los medicamentos que tomó, recetados por el equipo médico de la multinacional, no le hicieron mucho bien. Además los efectos adversos se fueron manifestando progresivamente en demencia y afectación de las articulaciones. Por eso Micky Nelson hacía responsable de todos sus males a la que consideraba encarnación del Infierno en la Tierra: Alphin Corp. Y le puso rostro humano en su antiguo compañero de clase, el consejero William R. Stevenson. Willie.




Stevenson llegó a su apartamento más temprano de lo que era habitual. Un lujoso ático en una zona exclusiva donde residían los directivos de grandes compañías y emprendedores de más éxito. Se sirvió un whisky y se lo tomó de un trago. El segundo lo bebió más despacio y se fue tranquilizando. No podía quitarse del pensamiento aquel grito desesperado: "¿Cómo me has podido hacer esto, Willie? ¿Cómo? Maldito seas. Has destruido mi vida".
Por una de esas casualidades que más parecen causalidades, esa tarde emitían, en uno de los centenares de canales de televisión por satélite, una película que hacía muchos años que no veía. Un periodista perdía el juicio en antena y se convertía en un reclamo para su cadena. Network, un mundo implacable. Los discursos le afectaron mucho. Lloró como un niño.
Al llegar la noche, la frase de aquel hombre le martilleaba la mente: "¿Cómo me has podido hacer esto, Willie?". Y la película no le ayudó precisamente a sacar aquello de su cabeza.
De pronto recordó que le había dicho algo más. Lo había olvidado hasta ese momento.
Se sentó en el cómodo sillón que tenía delante de la mesa donde estaba su portátil. Introdujo en el cuadro de búsquedas "Pelikan 376". Aquello tan extraño que había gritado al final aquel hombre. El mismo buscador lo corrigió y le mostró "Pelikan 371" como resultado. Se trataba de un blog alternativo.
Un blog que trataba temas polémicos, culturales, formativos. En uno de los menús, aparecía Alphin Corp, junto a los nombres de otras corporaciones. Por lo visto, según afirmaba el administrador, el sitio era frecuentemente cerrado o bloqueado por las acciones de los abogados y de los crackers de las Corporaciones.
Al entrar en la página que dedicaba a su empresa sufrió un shock. Mostraba de una forma muy gráfica y clara, mediante un mosaico de fotos muy impactantes que daban, cada una, acceso a una página informativa, sobre lo que constituía el grueso de los ingresos del gigante transnacional. Una trama mundial salpicada de explotación y de acciones criminales. Al principio lo rechazó como calumnias. Pero comprobó que en cada apartado incluía informes de ONGs serias, documentos internos escaneados como imágenes y descargados de la deep web.




Lo que no sabía Stevenson es que su conexión estaba controlada en todo momento por el Departamento de Seguridad de Alphin Corp. Inmediatamente, el jefe de grupo de aquel turno de expertos informáticos se hizo cargo de controlar a Stevenson y avisó a su jefe, a David Loch.
—Hola, David. Acabo de observar el ordenador del consejero Stevenson. Lo tenemos vigilado con autorización suya y del presidente.
—Vaya al grano, Daniels —le pidió el jefe de Seguridad de Alphin Corp, algo incómodo por la observación.
—Después del incidente de esta mañana, ha buscado lo que le gritó el mendigo. Tengo aquí una copia del informe de los escoltas. Indicaron que se refirió a algo como Pelikan y un número de tres cifras que no recordaban con seguridad. Quizás 371. Y tenían razón. El consejero Stevenson ha visitado lo que ha resultado ser un blog muy crítico con nuestra corporación. Si me permite, quizás el más peligroso de los que conocemos, porque añade a sus artículos calumniosos copias digitalizadas de informes falseados.
—Siga vigilándolo con mucha atención. Procure que nadie más esté al tanto. Y asegúrese de que la vigilancia la tomen a su cargo sólo los jefes de grupo en los próximos turnos. Gracias, Daniels. Buen trabajo —terminó Loch, cortando la comunicación.
Telefoneó inmediatamente al presidente. Supuso que todavía estaba en su despacho, cuatro pisos más arriba de donde él llamaba.
—Joseph, necesito verlo con urgencia. ¿Puedo ir a su despacho? Creo que debemos hablarlo en persona.
—Claro, David. Salgo para una cena en 20 minutos. Le espero.
El Jefe de Seguridad se dirigió a los ascensores y mientras subía iba pensando qué le iba a decir al presidente y cómo justificaría sus sospechas.
Sargos le esperaba con la puerta abierta. Loch entró y cerró.
—Digame, David. ¿Qué ocurre?
Su subordinado le detalló lo ocurrido a Stevenson por la mañana y la conversación con Daniels.
—Espero no excederme en mis funciones, señor. Sé que se trata de un Consejero, pero creo que es mi obligación informarle de ciertas cosas —comenzó a explicar, dudando si debía decirlo todo o guardarse algo.
—Hable sin restricciones. Esta conversación privada no va a quedar reflejada en ninguna grabación ni en informes. Y sospecho que incluso nosotros la tendremos que olvidar muy pronto —dijo Sargos con un aire misterioso que intrigó a David Loch.
—Gracias, señor. En estos momentos me parece que el consejero Stevenson representa la más peligrosa brecha de seguridad para los intereses de la Corporación. La evaluación psicológica, la vigilancia de sus actividades en Internet, los comentarios a otros consejeros en el último año y que ellos comunicaron a mi departamento...
—Entiendo, David —dijo Joseph Sargos mientras miraba a su alrededor como si se asegurara de que nadie los escuchaba— No tendremos más remedio que aplicar medidas extremas para solucionar este problema al estilo del señor Simonson. Lo dejo a su talento y discreción.
—Salgo ahora mismo para la cena. Infórmeme de la manera habitual cuando tenga resultados. Gracias —dijo mientras salía del despacho. Le esperaban cuatro escoltas. Y cuatro más en la planta baja del edificio y en la calle, controlando el camino hacia el coche.




Stevenson dejó de navegar por el blog bastante tarde. Ya era de madrugada. Se levantó como un sonámbulo y fue hasta la mesa de las bebidas para servirse otro whisky. Tomó un pequeño sorbo y miró por el ventanal del balcón. La noche estaba oscura. Sin Luna en el cielo. Sentía un profundo vacío que nada conseguía llenar.
Sólo le aliviaba la oportunidad de reparar en parte el mal hecho a lo largo de su vida. Le llegaron algo más que rumores de que en Brasil, el periodista Steven Forrester había conseguido el índice y la primera parte del Informe Deep Mountain. Él tenía el informe completo y lo iba a enviar al correo del hacker al que Forrester había entrevistado un año antes de ser asesinado. Además les daría su código de acceso de alto nivel a la red privada de la Corporación. Varias veces habían tratado de anularlo, pero como consejero tenía derecho y para quitárselo, era obligatorio reunir a todo el Consejo y conseguir mayoría absoluta. Para ello hubiesen tenido que dar demasiadas explicaciones.
Estas dos filtraciones de Stevenson podían ayudar mucho a la destrucción del poder de Sargos sobre Alphin Corp. Más aún de lo que él esperaba.
En cuanto detectaron que hacía una copia del informe y la enviaba a algún sitio, se activó la acción ejecutiva para eliminar el peligro en que se había convertido para la Corporación. El control que tenía Phineas root sobre su portátil era más profundo que el que Alphin Corp podía ejercer. Así que el hacker camufló el uso del navegador de Stevenson para enviar el mensaje y el fichero a través de un servicio de webmail. Y luego borró cualquier rastro en la memoria del portátil. Pero ellos sabían que había hecho algo peligroso.
En aquellas circunstancias, bastó el riesgo para que llamaran a un contratista externo. Y en una hora, un comando de siete hombres llegó al edificio de apartamentos de lujo en el que vivía Stevenson. Contaban con todo lo necesario. Tarjetas, claves de acceso, etc. El edificio había sido construido por Alphin Corp y la instalación de seguridad la había hecho una empresa perteneciente al entramado de la misma corporación. Así que tenían todo lo necesario para actuar con total impunidad.
Abrieron la puerta del apartamento con la tarjeta y la clave de seis dígitos.
Stevenson los escuchó llegar. Apuró el whisky y destrozó el portátil contra la pared. Así retrasaría la inspección de sus últimas acciones o así lo creía él.
Un rato antes había puesto música en el equipo. La quinta de Shostakovich. Bernstein dirigiendo la Filarmónica de Nueva York. Aquella composición le conmovía tan profundamente que ayudó mucho a su cambio. Y la tristeza desoladora del segundo movimiento de la decimoquinta.
Uno de los tres sicarios encapuchados que entraron en su piso se le acercó por detrás, mientras él se volvía hacia el ventanal, dándoles la espalda, y contemplaba la belleza de San Francisco por la noche. El asesino le dió un golpe en la base del cuello con la fuerza suficiente para dejarlo inconsciente, pero no tanta para dejar una huella fácil de detectar en una autopsia después de una caída desde tantos pisos de altura.
Stevenson se desplomó en el suelo. Estaba sonriendo cuando recibió el golpe.
Con la ayuda de sus dos compañeros lo llevaron al balcón y lo arrojaron al vacío desde el piso décimo sexto donde vivía. Dejaron abierto el ventanal, pusieron sobre la mesa una nota de suicidio escrita a ordenador y algo arrugada, como si la hubiera imprimido en otra parte… Recogieron con cuidado todos los restos del portátil roto y se los llevaron. Como si el móvil hubiera sido el robo. Se llevaron varios cuadros buenos y algunas estatuillas, revolvieron cajones y armarios.
No repararon en unos libros gastados que tenía sobre una mesa pequeña. Walden de Thoreau, 1984 de Orwell y El alquimista de Coelho. Durante los últimos meses los había leído muchas veces, marcando numerosos párrafos.
Cerraron la puerta sin dejar la menor huella de su entrada. Se dirigieron seis pisos más abajo por las escaleras y se subieron al montacargas de servicio. Bajaron por la parte de atrás y desaparecieron caminando cada uno por calles distintas hasta llegar al piso acordado. Y tras un par de días encerrados, volvieron a sus actividades normales. Nadie les había visto, así que el suicidio sería aceptado por la policía y por los medios de comunicación sin el menor problema.
Finalmente, Stevenson consiguió más de lo que había imaginado. Lo arriesgó todo para dar jaque mate a Sargos. Les entregó a los enemigos de Alphin Corp dos armas letales, de importancia vital: el Informe Deep Mountain completo, con el aval del correo de un consejero de la Corporación, que alejaría cualquier ayuda de las demás Corporaciones al verse traicionadas, y la contraseña para acceder al servidor central durante las horas necesarias para desencadenar un ataque al corazón de su red interna con un virus o un gusano.
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